Mi perro es un santo.
Esta frase, utilizada por muchos
de nosotros para expresar las bondades del perro con el que vivimos,
resulta ser literal en algunos casos, bueno, en uno -que nosotros
sepamos-: San Guinefort, el galgo santo.
Un fraile dominicano, Etienne de
Bourbon, fue enviado como inquisidor a Sandrans, una pequeña villa al
norte de Lyon. Publicó su descubrimiento en 1240 en un escrito llamado De Supersticione.
Uno de los capítulos se titula De Adoratione Guinefortis Canis, o “La
Adoración del Perro Guinefort”. Cuenta la historia del bravo y leal
galgo Guinefort quien salva la vida del bebé de su humano de una
serpiente. Guinefort, defendiendo al nene, arrastra a la serpiente por
la habitación y esta le muerde. Hay sangre por toda la habitación y la
cabeza de Guinefort. La madre y la niñera entran en la habitación
descubriendo la sangrienta escena. Gritan y llega el caballero
blandiendo su espada quien, viendo la sangre sobre Guinefort, asume -sin
más- que el perro ha atacado al bebé y le corta la cabeza en el acto.
Encuentran al bebé durmiendo
tranquilamente y descubren el cuerpo de la serpiente hecho pedazos. Se
dan cuenta del error que han cometido, y, arrepentidos, le entierran
cubriendo su tumba con grandes piedras y plantando árboles a su
alrededor, creando una arboleda sagrada.
Cuenta Etienne de Bourbon: “Los
campesinos locales, enterados de la heroicidad del perro y su injusto
asesinato pese a su inocencia y a haber realizado una hazaña merecedora
de alabanza, visitaron el lugar, rindieron al perro honores de mártir y
le rezaron cuando los niños estaban enfermos o necesitaban ayuda”.
El culto al galgo santo continuó
durante 700 años, hasta 1940 cuando la iglesia descubrió que el
venerado San Guinefort era un perro (estarían actualizando curriculums) y
lo prohibió.